Pandemia social
Las epidemias, por su llamamiento
al estado de excepción y por la inflexible imposición de medidas extremas, son
también grandes laboratorios de innovación social, la ocasión de una
reconfiguración a gran escala de las técnicas del cuerpo y las tecnologías del
poder. Foucault analizó el paso de la gestión de la lepra a la gestión de la
peste como el proceso a través del que se desplegaron las técnicas
disciplinarias de espacialización del poder de la modernidad. Si la lepra había
sido confrontada a través de medidas estrictamente necropolíticas que excluían
al leproso condenándolo si no a la muerte al menos a la vida fuera de la
comunidad, la reacción frente a la epidemia de la peste inventa la gestión
disciplinaria y sus formas de inclusión excluyente: segmentación estricta de la
ciudad, confinamiento de cada cuerpo en cada casa.
Las distintas
estrategias que los distintos países han tomado frente a la extensión de la
Covid-19 muestran dos tipos de tecnologías biopolíticas totalmente distintas.
La primera, en funcionamiento sobre todo en Italia, España y Francia, aplica
medidas estrictamente disciplinarias que no son, en muchos sentidos, muy
distintas a las que se utilizaron contra la peste. Se trata del confinamiento
domiciliario de la totalidad de la población. Vale la pena releer el capítulo
sobre la gestión de la peste en Europa de Vigilar y castigar para darse cuenta que las
políticas francesas de gestión de la Covid-19 no han cambiado mucho desde
entonces. Aquí funciona la lógica de la frontera arquitectónica y el
tratamiento de los casos de infección dentro de enclaves hospitalarios
clásicos. Esta técnica no ha mostrado aún pruebas de eficacia total.
La segunda estrategia,
puesta en marcha por Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Hong-Kong, Japón e Israel
supone el paso desde técnicas disciplinarias y de control arquitectónico
modernas a técnicas farmacopornográficas de
biovigilancia: aquí el énfasis está puesto en la detección individual del virus
a través de la multiplicación de los tests y de la vigilancia digital constante
y estricta de los enfermos a través de sus dispositivos informáticos
móviles. Los
teléfonos móviles y las tarjetas de crédito se convierten aquí en instrumentos
de vigilancia que permiten trazar los movimientos del cuerpo individual. No
necesitamos brazaletes biométricos: el móvil se ha convertido en el mejor
brazalete, nadie se separa de él ni para dormir. Una aplicación de GPS informa
a la policía de los movimientos de cualquier cuerpo sospechoso. La temperatura
y el movimiento de un cuerpo individual son monitorizados a través de las
tecnologías móviles y observados en tiempo real por el ojo digital de un Estado
ciberautoritario para el que la comunidad es una comunidad de ciberusuarios y
la soberanía es sobre todo transparencia digital y gestión de big data.
Pero estas políticas de
inmunización política no son nuevas y no han sido sólo desplegadas antes para
la búsqueda y captura de los así denominados terroristas: desde principios de
la década de 2010, por ejemplo, Taiwán había legalizado el acceso a todos los
contactos de los teléfonos móviles en las aplicaciones de encuentro sexual con
el objetivo de “prevenir” la expansión del sida y la prostitución en Internet.
La Covid-19 ha legitimado y extendido esas prácticas estatales de biovigilancia
y control digital normalizándolas y haciéndolas “necesarias” para mantener una
cierta idea de la inmunidad. Sin embargo, los mismos Estados que implementan
medidas de vigilancia digital extrema no se plantean todavía prohibir el
tráfico y el consumo de animales salvajes ni la producción industrial de aves y
mamíferos ni la reducción de las emisiones de CO2. Lo que ha aumentado no es la inmunidad del cuerpo social, sino
la tolerancia ciudadana frente al control cibernético estatal y corporativo.
La gestión política de
la Covid-19 como forma de administración de la vida y de la muerte dibuja los
contornos de una nueva subjetividad. Lo que se habrá inventado después de la
crisis es una nueva utopía de la comunidad inmune y una nueva forma de control
del cuerpo. El sujeto del technopatriarcado neoliberal
que la Covid-19 fabrica no tiene piel, es intocable, no tiene manos. No
intercambia bienes físicos, ni toca monedas, paga con tarjeta de crédito. No
tiene labios, no tiene lengua. No habla en directo, deja un mensaje de voz. No
se reúne ni se colectiviza. Es radicalmente individuo. No tiene rostro, tiene
máscara. Su cuerpo orgánico se oculta para poder existir tras una serie
indefinida de mediaciones semio-técnicas, una serie de prótesis cibernéticas
que le sirven de máscara: la máscara de la dirección de correo electrónico, la
máscara de la cuenta Facebook, la máscara de Instagram. No es un agente físico,
sino un consumidor digital, un teleproductor, es un código, un pixel, una
cuenta bancaria, una puerta con un nombre, un domicilio al que Amazon puede
enviar sus pedidos.
Uno de los desplazamientos
centrales de las técnicas biopolíticas farmacopornográficas que
caracterizan la crisis de la Covid-19 es que el domicilio personal —y no las
instituciones tradicionales de encierro y normalización (hospital, fábrica,
prisión, colegio)— aparece ahora como el nuevo centro de producción, consumo y
control biopolítico. Ya no se trata solo de que la casa sea el lugar de
encierro del cuerpo, como era el caso en la gestión de la peste. El domicilio
personal se ha convertido ahora en el centro de la economía del teleconsumo y
de la teleproducción. El espacio doméstico existe ahora como un punto en un
espacio cibervigilado, un lugar identificable en un mapa google, una casilla
reconocible por un dron...
En Vigilar y castigar, Michel
Foucault analizó las celdas religiosas de encierro unipersonal como auténticos
vectores que sirvieron para modelizar el paso desde las técnicas soberanas y
sangrientas de control del cuerpo y de la subjetivad anteriores al siglo XVIII
hacia las arquitecturas disciplinarias y los dispositivos de encierro como
nuevas técnicas de gestión de la totalidad de la población. Las arquitecturas
disciplinarias fueron versiones secularizada de las células monacales en las
que se gesta por primera vez el individuo moderno como alma encerrada en un
cuerpo, un espíritu lector capaz de leer las consignas del Estado. Cuando el
escritor Tom Wolfe visitó a Hefner dijo que este vivía en una prisión tan
blanda como el corazón de una alcachofa. Podríamos decir que la mansión Playboy
y la cama giratoria de Hefner, convertidos en objeto de consumo pop,
funcionaron durante la guerra fría como espacios de transición en el que se
inventa el nuevo sujeto prostético, ultraconectado y las nuevas formas consumo
y control farmacopornográficas y
de biovigilancia que dominan la sociedad contemporánea. Esta mutación se ha
extendido y amplificado más durante la gestión de la crisis de la Covid-19:
nuestras máquinas portátiles de telecomunicación son nuestros nuevos carceleros
y nuestros interiores domésticos se han convertido en la prisión blanda y
ultraconectada del futuro.
Mutación o sumisión
Pero todo esto puede
ser una mala noticia o una gran oportunidad. Es precisamente porque nuestros
cuerpos son los nuevos enclaves del biopoder y nuestros apartamentos las nuevas
células de biovigilancia que se vuelve más urgente que nunca inventar nuevas
estrategias de emancipación cognitiva y de resistencia y poner en marcha nuevos
procesos antagonistas.
Contrariamente a lo
que se podría imaginar, nuestra salud no vendrá de la imposición de fronteras o
de la separación, sino de una nueva comprensión de la comunidad con todos los
seres vivos, de un nuevo equilibrio con otros seres vivos del planeta.
Necesitamos un parlamento de los cuerpos planetario, un parlamento no definido
en términos de políticas de identidad ni de nacionalidades, un parlamento de
cuerpos vivos (vulnerables) que viven en el planeta Tierra. El evento Covid-19
y sus consecuencias nos llaman a liberarnos de una vez por todas de la
violencia con la que hemos definido nuestra inmunidad social. La curación y la
recuperación no pueden ser un simple gesto inmunológico negativo de retirada de
lo social, de cierre de la comunidad. La curación y el cuidado sólo pueden
surgir de un proceso de transformación política. Sanarnos a nosotros mismos
como sociedad significaría inventar una nueva comunidad más allá de las
políticas de identidad y la frontera con las que hasta ahora hemos producido la
soberanía, pero también más allá de la reducción de la vida a su biovigilancia
cibernética. Seguir con vida, mantenernos vivo como planeta, frente al virus,
pero también frente a lo que pueda suceder, significa poner en marcha formas
estructurales de cooperación planetaria. Como el virus muta, si queremos
resistir a la sumisión, nosotros también debemos mutar.
Es necesario pasar de
una mutación forzada a una mutación deliberada. Debemos reapropiarnos
críticamente de las técnicas de biopolíticas y de sus dispositivos farmacopornográficos. En primer lugar, es
imperativo cambiar la relación de nuestros cuerpos con las máquinas de
biovigilancia y biocontrol: estos no son simplemente dispositivos de
comunicación. Tenemos que aprender colectivamente a alterarlos. Pero también es
preciso desalinearnos. Los Gobiernos llaman al encierro y al teletrabajo.
Nosotros sabemos que llaman a la descolectivización y al telecontrol.
Utilicemos el tiempo y la fuerza del encierro para estudiar las tradiciones de
lucha y resistencia minoritarias que nos han ayudado a sobrevivir hasta aquí.
Apaguemos los móviles, desconectemos Internet. Hagamos el gran blackout frente a los
satélites que nos vigilan e imaginemos juntos en la revolución que viene.
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