Lecciones de un año de Covid x Yuval Noah Harari
En un año de avances científicos y fracasos políticos, ¿qué
podemos aprender para el futuro?
Si la pandemia de COVID-19 no mengua en 2021 y continúa matando
a millones, no será porque en la eterna guerra entre los patógenos y la
humanidad triunfe la naturaleza irrefrenable: “Será un fracaso humano y, más
precisamente, un fracaso político”, advirtió Yuval Noah Harari, el historiador
y filósofo israelí, autor de Sapiens: De animales a dioses.
A un año de la crisis del coronavirus evaluó que, dado que hoy
existen “el conocimiento y las herramientas necesarias para prevenir que un
nuevo patógeno se disperse y cree una pandemia”, si se siguen perdiendo vidas y
destruyendo economías, o si el SARS-CoV-2 se convierte en el comienzo de una
ola de nuevas epidemias, sería solo una muestra del despeñadero político.
Porque la ciencia está, a diferencia de lo que sucedió en la peste negra e
incluso en la gripe de 1918. Y hoy los humanos tienen incluso un mundo virtual
donde refugiarse del patógeno.
Si algo falla, entonces, no habrá otra responsable que la propia
humanidad.
En un artículo para el Financial Times, el best seller de Homo
Deus: Breve historia del mañana y 21 lecciones para el siglo XXI resumió, desde
una perspectiva histórica amplia, el primer año del COVID-19, y observó una
diferencia enorme en comparación con el pasado: “2020 mostró que la humanidad
está lejos de ser indefensa. Las epidemias ya no son fuerzas incontrolables de
la naturaleza. La ciencia las ha convertido en un desafío manejable”.
Entonces, ¿por qué más de 2,5 millones de muertos en el mundo?
¿Por qué economías enteras colapsadas y hasta países cerrados?
“Por malas decisiones políticas”, escribió, sin ambages, Harari.
Durante la primera ola de la peste negra, cuando murió la tercera parte de
la población de Inglaterra, nadie pensó que Eduardo III debía haberlo impedido,
porque los humanos no tenían idea de qué causaba la enfermedad, ni cómo se la
podía detener. Era una calamidad natural, acaso la ira de dios, pero
ciertamente no estaba en las manos de un monarca. Durante la gripe de 1918, aun
con los avances de la ciencia, las mentes más brillantes del mundo no pudieron
identificar al virus, y por lo tanto muchas de las medidas que se tomaron no sirvieron
y no hubo manera de encontrar una vacuna, pues se la buscaba a tientas.
Esta vez, en cambio, la experiencia fue radicalmente distinta.
“Las primeras alarmas sobre una potencial epidemia nueva comenzaron a sonar
a finales de diciembre de 2019. El 10 de enero de 2020 los científicos no sólo
habían aislado al virus responsable sino que habían hecho la secuencia de su
genoma y habían publicado la información en línea”, recordó Harari la
cronología del SARS-CoV-2. “En unos pocos meses se volvió claro qué medidas
podrían demorar y detener las cadenas de infección. En menos de un año había
producción masiva de varias vacunas efectivas. En la guerra entre los humanos y
los patógenos, nunca los humanos habían sido tan poderosos”.
2020 no fue un
desastre: todo esto salió bien
Más allá de la biotecnología, muchos otros progresos permitieron que las
sociedades no colapsaran como en un apocalipsis o cayeran en la hambruna. En
primer plano, destacó Harari, están las tecnologías de la información.
En 1918 se podía poner en cuarentena a todos los que mostraban síntomas,
pero no se podía rastrear a los presintomáticos ni a los asintomáticos, lo cual
contribuyó a socavar el éxito del aislamiento, y la gripe siguió progresando.
“Al contrario, en 2020 la vigilancia digital facilitó mucho el seguimiento y la
localización de los vectores de la enfermedad, con lo que la cuarentena pudo
ser más selectiva y eficaz”, argumentó.
Lo más importante del aporte tecnológico fue que internet
permitió —al menos en los países desarrollados— un confinamiento prolongado sin
que colapsaran ni el mundo material ni el virtual.
Si durante milenios la producción agrícola dependió de las manos
humanas, hoy sólo el 1,5% de la población de Estados Unidos trabaja en el
campo, comparó Harari. Con eso se alimenta a los 331 millones de habitantes y
también se exporta comida. La razón es tecnológica: “Casi toda la labor
agrícola está hecha por máquinas, que son inmunes a las enfermedades. Por ende
el confinamiento tuvo sólo un pequeño impacto en la agricultura”.
Algo similar sucede con el transporte, tanto de alimentos como
de otros bienes. Si la peste negra pasó por la ruta de la seda desde Asia a
Medio Oriente, y de ahí en barcos a Europa, fue por la necesidad de mano de
obra humana en esos procesos. En cambio, el comercio mundial en 2020 funcionó
más o menos tersamente porque pocos hombres trabajan en él.
¿Hubo crisis del papel higiénico en los Estados Unidos? La gente
compró entonces en línea y sus rollos llegaron en cajas con formularios
postales de China, producidos, empacados y transportados por máquinas.
En el siglo XVI la entera flota mercante de Inglaterra podía
transportar 68.000 toneladas de bienes con 16.000 tripulantes. Hoy un solo
barco de Hong Kong puede llevar casi 200.000 toneladas con un equipo de 22
personas. La única industria de transporte que colapsó fue la que se ocupa del
movimiento de humanos: la aviación comercial y el turismo. El volumen de
comercio marítimo global perdió sólo un 4%, ilustró Harari.
Acaso un abogado se presentó con un filtro de gatito a una video
audiencia ante los tribunales: hubo inconvenientes como ese, reconoció el
pensador. Pero la justicia se siguió administrando.
La humanidad se retiró al mundo virtual, porque el mundo
material era inhabitable hasta el control del virus letal, y mucho de la vida
continuó de manera digital. E internet no colapsó, a diferencia de lo que
hubiera sucedido si de pronto el tránsito sobre un puente físico se
multiplicara monstruosamente. En la trinchera quedaron médicos y enfermeros,
trabajadores esenciales del comercio minorista y de la seguridad, y los
repartidores que se convirtieron en “la delgada línea roja que mantuvo viva la
civilización”, como los calificó Harari.
¿Por
qué las políticas públicas resultaron tan ineficaces?
Con todo, el año del COVID-19 expuso una limitación del poder
científico y tecnológico: ninguno tiene el alcance para reemplazar a la
política. “A la hora de decidir una política pública, tenemos que tomar en
cuenta muchos intereses y valores, y dado que no hay una manera científica de
determinar cuáles intereses y valores son más importantes, no hay una manera
científica de decidir qué deberíamos hacer”, planteó el artículo.
“Por ejemplo, al decidir si se impone un confinamiento no
alcanza con preguntar: ‘¿Cuánta gente se enfermará de COVID-19 si no imponemos
el confinamiento?’. También deberíamos preguntar: ‘¿Cuánta gente sufrirá
depresión si imponemos el confinamiento? ¿Cuánta gente recibirá una mala
nutrición? ¿Cuántos se quedarán sin escuela o perderán sus trabajos? ¿Cuántos
serán golpeados o asesinados por sus parejas?’”.
Haber contado con las herramientas científicas para enfrentar el
coronavirus fue solo una parte de la ecuación, porque las medidas como el
distanciamiento social generaron un alto costo económico y emocional. Eso fue
un peso accesorio a la carga que la pandemia puso sobre los hombros de los
dirigentes mundiales.
“Lamentablemente, demasiados políticos no han estado a la altura
de esta responsabilidad”, evaluó Harari.
“Por ejemplo, los presidentes populistas de los Estados Unidos y
de Brasil minimizaron el peligro, se negaron a hacer caso a los expertos y en
cambio impulsaron teorías conspirativas”, ilustró. “No crearon un plan de
acción federal sensato y sabotearon los intentos por detener la pandemia de las
autoridades de los estados y los municipios. La negligencia y la
irresponsabilidad de los gobiernos de [Donald] Trump y [Jair] Bolsonaro han
provocado cientos de miles de muertes evitables”.
La principal diferencia entre el éxito científico y el fracaso
político que señaló el autor de Sapiens es la cooperación. Mientras que los
científicos del mundo compartieron información libremente y trabajaron juntos
en beneficio de la investigación en general, “los políticos no consiguieron
crear una alianza internacional contra el virus y acordar un plan global”.
Así, los primeros meses de 2020 se parecieron a “mirar un
accidente en cámara lenta”: la ola de contagios y muertes avanzó desde Asia
hasta Europa y luego a América, sin que una coordinación global de liderazgos
impidiera que la catástrofe se tragara al mundo.
“Las dos potencias principales, Estados Unidos y China, se
acusaron mutuamente de ocultar información vital, diseminar desinformación y
teorías conspirativas e incluso de haber diseminado el virus deliberadamente”,
recordó. La batalla simbólica dejó bajas en campos materiales tan sensibles
como el equipamiento médico: “No se hicieron esfuerzos serios para reunir todos
los recursos disponibles, optimizar la producción global y asegurar una
distribución equitativa de los suministros”.
En particular, se detuvo Harari, “el ‘nacionalismo de la vacuna’
crea una nueva clase de desigualdad global entre los países que pueden vacunar
a su población y los que no”.
Eso representa un destilado del error político, porque revela
que los dirigentes globales no comprenden un hecho elemental de la pandemia:
“En tanto el virus se siga diseminando en cualquier lugar, ningún país puede
sentirse seguro de verdad. Supongamos que Israel o el Reino Unido tienen éxito
y erradican el virus dentro de sus fronteras, pero el virus se sigue
expandiendo entre cientos de millones de personas en la India, Brasil o
Sudáfrica. Una nueva mutación de algún remoto pueblo brasileño podría volver
ineficaz la vacuna, y ocasionar una nueva ola de infecciones”.
El
peligro de una dictadura digital
A pesar del papel positivo que las tecnologías de la información
han jugado durante la pandemia, tienen también un lado B. “La digitalización y
la vigilancia ponen en peligro nuestra privacidad y allanan el camino para el
surgimiento de regímenes totalitarios sin precedentes”, advirtió el pensador
israelí. “En 2020 la vigilancia masiva se ha vuelto a la vez más legitimada y
más común. Combatir la epidemia es importante, pero ¿amerita la destrucción de
nuestra libertad en el proceso? Corresponde a los políticos, más que a los
ingenieros, hallar el equilibrio adecuado entre la vigilancia útil y las
pesadillas distópicas”.
Propuso algunas reglas básicas que, aun en tiempos de plaga, son
eficaces para proteger a los individuos de lo que llamó “dictaduras digitales”.
La primera: los datos personales que se puedan recabar, en particular sobre lo
que sucede dentro del cuerpo de alguien, se deberían usar para ayudar a esa
persona y no para manipularla, controlarla o hacerle daño.
“Mi médico personal conoce muchas cosas en extremo privadas
sobre mí. No tengo inconvenientes con que así sea porque confío en que él use
esta información en mi beneficio”, dio como ejemplo Harari. “Mi médico no
debería vender estos datos a ninguna corporación o partido político. Lo mismo
debería suceder con cualquier clase de ‘autoridad de vigilancia de la pandemia’
que pudiéramos establecer”.
La segunda regla básica es que siempre la vigilancia debería ser
de doble vía. “Si la vigilancia solo va desde arriba hacia abajo, es el mejor
camino hacia la dictadura. Así que cuando se incrementa la vigilancia de los
individuos simultáneamente se debería incrementar la vigilancia del gobierno y
las grandes corporaciones”, argumentó.
“Si el gobierno dice que es demasiado complicado establecer un
modelo de monitoreo semejante en plena pandemia, no le creas. Si no es muy
complicado comenzar a monitorear lo que tú haces, no es demasiado complicado
comenzar a monitorear lo que hace el gobierno”. Eso incluye, dio como ejemplo,
la necesidad de transparencia en la distribución de fondos públicos para paliar
la crisis.
Nunca hay que permitir la concentración de demasiados datos en
un solo lugar, continuó. “Ni durante la pandemia ni cuando termine”, subrayó.
“Un monopolio de datos es la fórmula para una dictadura. Si recolectamos datos
biométricos de la gente para detener la pandemia, esto se debería hacer
mediante una autoridad sanitaria independiente, no mediante la policía. Y los
datos que se obtengan se deberían mantener separados de otros silos de
información de los ministerios gubernamentales y las grandes corporaciones”.
Harari se adelantó a las críticas: eso podría generar
redundancias e ineficacia, reconoció. Pero mantener un poco de ineficacia le
pareció un precio razonable a pagar para impedir el ascenso de una dictadura
digital.
Las
tres lecciones que dejó un año de pandemia
Así como todavía se habla de la gripe de 1918, y se la estudia
como pandemia, el caso del COVID-19 va a reverberar en las conversaciones y la
investigación de los años por venir. Pero aun tan temprano, con el coronavirus
aun rampante, y más allá de las diferencias en las perspectivas políticas, la
experiencia de 2020 ha dejado ya tres lecciones de importancia, concluyó el
artículo del pensador detrás de Sapiens.
“Primero, debemos salvaguardar nuestra infraestructura digital”,
afirmó. “Ha sido nuestra salvación durante esta pandemia, pero pronto podría
ser la fuente de un desastre aun peor”.
¿Cómo sería eso posible? En su opinión, cuando se hacen
estimaciones para prever o prepararse para la pandemia que siga, habría que
pensar en un ataque a la red tecnológica global, porque es “la principal
candidata” a ser “el próximo COVID-19″.
La informatización permitió que la humanidad resistiera en
distintos planeos al ataque material del SARS-CoV-2, pero “también nos volvió
más vulnerables al malware y la ciber guerra”, explicó. “Al coronavirus le
llevó varios meses diseminarse por el mundo e infectar a millones de personas.
Nuestra infraestructura digital podría colapsar en un solo día”.
En segundo lugar —continuó— “cada país debería invertir más en
su sistema de salud pública”. Puede parecer una verdad de perogrullo,
reconoció, “pero los políticos y los votantes a veces logran ignorar las
lecciones más obvias”.
Por último, sería conveniente establecer “un poderoso
sistema global para monitorear y prevenir las pandemias”, agregó. “En la guerra
inmemorial entre los humanos y los patógenos, el frente recorre el cuerpo de
todos y cada uno de los seres humanos. Si esta línea se traspasa en cualquier
lugar del planeta, nos pone a todos en peligro”. De ahí que “aun la gente más
rica en los países más desarrollados tiene un interés personal en proteger a la
gente más pobre en los países menos desarrollados. Si un nuevo virus pasa de un
murciélago a un humano en un villorrio pobre de una selva remota, en poso días
ese virus se puede dar una vuelta por Wall Street”.
La estructura desnuda de un sistema anti plaga como ese
existe, conformada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y varias otras
instituciones sanitarias globales. Pero sus recursos económicos son comparables
a su impacto político: más que escasos. ”Tenemos que darle a este sistema algo
de peso político y mucho más dinero, de manera tal que no dependa completamente
de los caprichos de dirigentes autocomplacientes”, aludió a varios casos que se
evidenciaron en 2020.
No les corresponde a ellos, porque son expertos y no
autoridades elegidas por el voto popular, tomar decisiones sobre políticas de
salud. “Eso debería seguir siendo prerrogativa de los políticos”, concluyó.
“Pero alguna clase de autoridad sanitaria global independientes sería la
plataforma ideal para recopilar información médica, monitorear riesgos
potenciales, hacer advertencias y dirigir la investigación y el desarrollo”.
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